viernes, 13 de mayo de 2016

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Disonancia cognitiva: ¿por qué algunas veces nuestro comportamiento puede influir nuestras actitudes?

Disonancia cognitiva:
C uando al principio presentamos las preguntas de si y en qué medida las actitudes y la conducta se encuentran relacionadas, destacamos que en muchas situaciones existe una gran diferencia entre lo que sentimos en nuestro interior (reacciones positivas o negativas a algunos objetos o temas) y lo que mostramos al exterior. Por ejemplo, tengo un vecino que recientemente compró un gran coche todoterreno. Yo tengo una actitud negativa muy fuerte hacia este tipo de vehículo tan grande porque consumen mucho combustible, contaminan, bloquean mi visibilidad cuando conduzco con uno delante y son, en términos generales, sinceramente un desperdicio (casi nadie de quienes tienen uno lo conducen fuera de carreteras). Pero cuando mi vecino me preguntó si me gustaba su nuevo vehículo, tragué saliva y dije, «Bonito, muy bonito» con todo el entusiasmo que pude demostrar. Él es un vecino muy bueno que cuida de mi casa cuando estoy fuera y no quería ofenderlo. Pero ciertamente me sentí muy mal cuando pronuncié estas palabras ¿Por qué? Porque en esta situación mi conducta no fue consistente con mis actitudes y esta es una situación desagradable para la mayoría de nosotros. Los psicólogos sociales denominan a esta reacción negativa que experimenté disonancia cognitiva —un estado desagradable que sucede cuando nos damos cuenta de que varias de las actitudes que tenemos, o nuestras actitudes y nuestra conducta son de alguna manera inconsistentes. Como probablemente sabes a partir de tu propia experiencia, la disonancia cognitiva ocurre en nuestra vida diaria con mucha frecuencia. Cuando dices cosas que tú no crees en realidad (por ejemplo, alabar algo que realmente no te gusta para ser cortés), cuando tomas una difícil decisión que requiere que rechaces una alternativa que encuentras atractiva o cuando descubres que algo en lo que has invertido mucho esfuerzo o dinero no es tan bueno como esperabas, probablemente experimentes disonancia cognitiva. En todas estas situaciones, existe una diferencia entre tus actitudes y tus acciones y tales diferencias nos hacen sentir bastante mal. Aún más importante para el presente enfoque es que la disonancia cognitiva puede conducirnos a cambiar nuestras actitudes —de manera que sean consistentes con otras actitudes que tenemos o con nuestra conducta explícita—. Dicho de otra manera, debido a la disonancia cognitiva y a sus efectos, algunas veces cambiamos nuestras propias actitudes, incluso en ausencia de presiones externas fuertes.
Disonancia cognitiva: ¿qué es y cuáles son las maneras (directas e indirectas) de reducirla? La teoría de la disonancia, como acabamos de señalar, comienza con una idea muy razonable: a la gente no le gusta la inconsistencia y se sienten incó- modos cuando esto ocurre. En otras palabras, cuando notamos que nuestras actitudes y nuestra conducta no se corresponden entre sí, o que dos actitudes son inconsistentes, nos encontramos motivados a hacer algo para reducir la disonancia. ¿Cómo podemos conseguir esta meta? En sus orígenes (por ejemplo, Aronson, 1968; Festinger, 1957) la disonancia se centraba en tres mecanismos básicos. Primero, podemos cambiar nuestras actitudes o nuestra conducta para hacerlas más consistentes entre ellas. Por ejemplo, considera el personaje de la Figura 4.15. Él cree que su plan es bueno, pero los números proporcionados por el asistente sugieren que esto no es así. ¿Cuál es el resultado? Él cambia su actitud hacia los números concluyendo que ¡deben estar mal! Los cambios como este son el resultado común de la disonancia cognitiva. Segundo, podemos reducir la disonancia cognitiva adquiriendo nueva información que apoye nuestras actitudes o nuestra conducta. Muchas personas que fuman, por ejemplo, buscan evidencia que sugiera que los efectos nocivos de este hábito son mínimos o sólo suceden en los casos de los fumadores empedernidos, o que los beneficios son mayores (reducir la tensión, controlar el peso corporal) que los costes (Lipkus et al., 2001). Por último, podemos decidir que la inconsistencia en realidad no nos importa; en otras palabras, nos podemos implicar en la trivialización —concluir que las actitudes o conductas no son importantes—, por tanto, alguna inconsistencia entre ellas no resulta significativa (Simon, Greenberg y Brehm, 1995). Todas estas estrategias pueden ser vistas como enfoques directos para reducir la disonancia: se centran en las discrepancias existentes entre la actitud y la conducta, las cuales están causando la disonancia. Sin embargo, la investigación realizada por Steele y sus colegas (Steele y Lui, 1983; Steele, 1988) indica que la disonancia puede también reducirse a través de tácticas indirectas —aquellas que dejan intacta la discrepancia básica entre las actitudes y la conducta pero reducen los sentimientos negativos desagradables generados por la disonancia. De acuerdo con Steele (1988), es más probable que ocurra la adopción de rutas indirectas para reducir la disonancia cuando se trata de discrepancias en actitudes importantes o creencias sobre uno mismo. Bajo estas condiciones, Steele sugiere (por ejemplo, Steele, Spencer y Lynch, 1993) que los individuos que experimentan disonancia pueden centrarse, no tanto en reducir la discrepancia entre sus actitudes y su conducta, como en la autoafirmación —restaurar las autoevaluaciones positivas que se encuentran amenazadas por la disonancia (Elliot y Devine, 1994; Tesser, Martín y Cornell, 1996)—. ¿Cómo pueden conseguir esta meta? Centrándose en sus propios atributos positivos —cosas buenas acerca de ellos mismos (por ejemplo, Steele, 1988)—. Por ejemplo, cuando experimenté disonancia como resultado de decir cosas buenas acerca del nuevo coche de mi vecino (aunque pensara realmente lo contrario), yo pude haber recordado que pocos días atrás había hablado en contra de dicho vehículo en una fiesta o que había actuado como voluntario para nuestra estación de televisión pública local la semana anterior. Contemplar estas acciones positivas podrían ayudarme a reducir el desagrado producido por mi manera de actuar inconsistente con mis actitudes pro-ambientales. Sin embargo, otra investigación sugiere que implicarse en autoafirmaciones puede no ser necesario para reducir la disonancia a través de una vía indirecta. De hecho, casi cualquier cosa que hagamos que disminuya el desagrado y el sentimiento negativo generado por la disonancia puede algunas veces resultar efectivo en este sentido —todo desde consumir alcohol (por ejemplo, Steele, Southwick y Critchlow, 1981) hasta implicarse en actividades recreativas que aparten nuestra mente de la disonancia (por ejemplo, Zanna y Aziza, 1976) o en expresiones simples de sentimientos positivos (Cooper, Fazio y Rhodewalt, 1978).  "Video"

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¿Cómo influyen las actitudes sobre el comportamiento? Intenciones, deseo y acción Comprender cuándo las

Comprender cuándo las actitudes influyen sobre el comportamiento es un tema importante. Pero, como destacamos en la Capítulo 1, los psicólogos sociales están interesados no sólo en el cuándo sino también en el porqué y en el cómo del pensamiento y la conducta social. Por tanto, no debería sorprender que los investigadores también hayan intentado comprender cómo las actitudes influyen sobre la conducta. Los trabajos sobre estos temas apuntan a la conclusión de que, en realidad, existen varios mecanismos básicos a través de los cuales las actitudes moldean la conducta. ACTITUDES, PENSAMIENTO RAZONADO Y COMPORTAMIENTO. El primero de estos mecanismos opera en situaciones en las cuales pensamos de manera cuidadosa e intencionada sobre nuestras actitudes y sus implicaciones para nuestra conducta. Una comprensión acerca de la naturaleza de este proceso es proporcionada por la teoría de la acción razonada (y una versión posterior de este enfoque, conocida como la teoría de la conducta planeada), propuesta por Ajzen y Fishbein (1980, Ajzen, 1991). Esta teoría sugiere que la decisión de implicarse en una conducta particular es el resultado de un proceso racional que está orientado hacia la meta y que sigue una secuencia lógica. En el mismo se consideran las opciones de la conducta, se evalúan las consecuencias o resultados de cada una y se llega a una decisión de actuar o no. Esta decisión se refleja en las intenciones conductuales, las cuales de acuerdo con Fishbein, Ajzen y muchos otros investigadores, son a menudo fuertes predictores de cómo actuaremos en una situación dada (Ajzen, 1987). Según esta teoría, las intenciones están, a su vez, determinadas por dos factores: por las actitudes hacia la conducta —evaluaciones positivas o negativas de ejecutar la conducta (si piensan que generará consecuencias positivas o negativas)–– y por las normas subjetivas —percepción acerca de si otros aprobarán o desaprobarán esta conducta. La teoría de la conducta planeada (la cual es básicamente una extensión o refinamiento de la teoría de la acción razonada), incorpora un tercer factor: el control conductual percibido —la valoración de cada uno sobre su habilidad para ejecutar la conducta—. Quizás un ejemplo específico ayudará a ilustrar la naturaleza razonable de estas ideas (véase Figura 4.9). Imagina que una estudiante está considerando hacerse un piercing —por ejemplo, ponerse un pendiente en la nariz—. ¿Realmente lo hará? De acuerdo con Ajzen y Fishbein la respuesta depende de sus intenciones y éstas, a su vez, estarán fuertemente influidas por los factores antes mencionados. Si la estudiante cree que hacerse el piercing no será doloroso y que le hará verse más atractiva (ella tiene una actitud positiva hacia dicha conducta), que las opiniones de la gente que ella valora aprobarán esta acción (normas subjetivas) y que ella puede fácilmente hacerlo (ella conoce a un experto en hacer piercings), sus intenciones para realizar esta acción serán fuertes. Por otra parte, si ella cree que hacerse el piercing será doloroso y que no mejorará mucho su apariencia, que sus amigas lo desaprobarán y que tendrá problemas en encontrar un experto para hacerlo de manera segura, entonces sus intenciones para llevar un pendiente en la nariz serán débiles. Estas dos teorías (acción razonada y conducta planeada) han sido aplicadas para predecir la conducta en muchas situaciones con un gran éxito. Por ejemplo, han sido empleadas para predecir las intenciones conductuales de usar varias drogas tales como la marihuana, el alcohol y el tabaco (por ejemplo, Morojele y Stephenson, 1994; Conner y McMillan, 1999). Estudios más recientes sugieren que estas teorías son útiles prediciendo si los individuos usarán éxtasis, una droga muy peligrosa que ahora es usada por un creciente número de personas jóvenes entre los quince y veinticinco años. Por ejemplo, consideremos el estudio realizado por Orbell y sus colegas (2001). Se pusieron en contacto con varios jóvenes en distintos lugares y les pidieron que contestaran un cuestionario diseñado para medir (1) su actitud hacia el éxtasis (es decir, ¿es agradable o desagradable esta droga?, ¿produce placer o no?, ¿es beneficiosa o dañina?, etc.); (2) su intención de usarla en los próximos dos meses; (3) las normas subjetivas (si sus amigos aprobarían su uso); y (4) dos aspectos de control percibido sobre el uso de esta droga —si podían obtenerla y si podían resistirse a tomarla si alguien la tuviese—. Dos meses después, las mismas personas fueron contactadas y se les preguntó si ellos en realidad la habían tomado («¿Cuántas pastillas de éxtasis te has tomado en los últimos dos meses?»). Los resultados indicaron que las actitudes hacia el éxtasis, las normas subjetivas y el control percibido sobre usarla fueron todos predictores significativos de la intención de uso de esta droga. Más aún, las actitudes, las normas subjetivas y las intenciones fueron predictores significativos de su uso actual. Por tanto, en general, los resultados fueron consistentes con las teorías de la acción razonada y de la conducta planeada e indicaron que las variables identificadas por estas teorías son muy útiles en predecir si personas específicas tomarán o no esta peligrosa droga.
ACTITUDES Y REACCIONES INMEDIATAS DE COMPORTAMIENTO. Las dos teorías descritas anteriormente son adecuadas en situaciones en las cuales tenemos la oportunidad de reflexionar cuidadosamente acerca de varias situaciones. Pero, ¿qué sucede en las situaciones en que debemos actuar rápidamente, por ejemplo, si otra persona se salta el orden de la fila y se coloca justo delante de ti? En tales casos, las actitudes parecen influir sobre la conducta de una manera más directa y automá- tica. De acuerdo con una teoría, el modelo del proceso ‘de-la-actitud-a-la-conducta’ (Fazio, 1989; Fazio y Roskos-Ewoldsen, 1994)- el proceso transcurre más o menos de la siguiente manera: algún evento activa una actitud; la actitud, una vez activada, influye sobre nuestras percepciones del objeto de la actitud. Al mismo tiempo, nuestro conocimiento sobre lo que es apropiado en una situación dada (nuestro conocimiento de varias normas sociales —reglas que gobiernan la conducta en un contexto particular) es también activado (véase Capítulo 9). Juntos, la actitud y la información previamente almacenada acerca de lo que es apropiado o esperado, moldean nuestra definición del evento. A su vez, esta percepción influye sobre la conducta. Veamos un ejemplo concreto. Imagina que alguien en verdad se pone por delante de ti en una fila, rompiendo el orden original para pagar en una tienda (véase Figura 4.10). Este evento activa tu actitud hacia la gente que realiza este tipo de conductas y, al mismo tiempo, tu comprensión de cómo se espera que la gente se comporte en las tiendas. Juntos estos factores influyen sobre tu definición (percepción) del evento, la cual puede ser «¿Quién se ha creído que es esta persona?, ¡qué atrevimiento!» o quizás, «Esta persona debe estar muy apurada o tal vez sea un extranjero que desconoce que las personas deben hacer una fila». Tu definición del evento, entonces moldea tu conducta. Los resultados de varios estudios apoyan este modelo, por lo que parece ofrecer una explicación útil de cómo las actitudes influyen sobre la conducta en algunas situaciones. En pocas palabras, parece que las actitudes afectan nuestra conducta a través de al menos dos mecanismos y que estos operan bajo condiciones diferentes. Cuando tenemos tiempo para pensar cuidadosa y razonadamente, podemos valorar todas las alternativas y decidir de manera intencionada cómo actuar. Sin embargo, bajo las condiciones frenéticas de la vida cotidiana, no disponemos de tiempo para pensar. "Video"

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La relación entre actitud y comportamiento: ¿cuándo y cómo influyen las actitudes sobre el comportamiento?


ASPECTOS DE LA SITUACIÓN: FACTORES QUE NOS DIFICULTAN EXPRESAR NUESTRAS ACTITUDES. ¿Te has encontrado alguna vez ante esta situación? Estás en un restaurante comiendo con un grupo de amigos y cuando llega la comida, hay algo mal —por ejemplo, no es lo que pediste o la comida está fría—. Aun así cuando el camarero pregunta, «¿Cómo está todo?» tú y todos en tu grupo contestan «Bien». ¿Por qué no expresas tus verdaderas reacciones? Principalmente porque en Estados Unidos, la mayoría de la gente es renuente a quejarse acerca de estos asuntos, especialmente cuando se come con los amigos. Después de todo, quejarse colocaría una nota negativa en lo que debería ser una situación agradable; y aparte, si te quejas tendrías que esperar mucho tiempo para que la cocina corrigiera el error y terminarías sentado allí observando a tus amigos comer mientras tú no tienes comida. En este y en muchos otros contextos, las restricciones situacionales moderan la relación entre actitudes y conducta: ellas impiden que las actitudes sean expresadas en una conducta explícita (por ejemplo, Ajzen y Fishbein, 1980; Fazio y RoskosEwoldsen, 1994). Los factores situacionales pueden influir en la relación entre actitudes y conducta de otra forma más a tener en cuenta. Piensa por un momento: ¿a quién encontrarías probablemente en una concentración contra la discriminación positiva? La respuesta 134 CAPÍTULO 4 / ACTITUDES www.ablongman.com/baronbyrne ambivalentes son predictoras más débiles de la conducta que las que no son ambivalentes. Para ello pidieron a más de quinientos empleados de hospitales expresar sus actitudes hacia llevar una dieta baja en grasas (sentimientos tanto positivos como negativos hacia esta acción) y sus intenciones para hacerlo. Cinco meses después, estas personas completaron los mismos cuestionarios y también indicaron si en realidad habían seguido una dieta baja en grasas durante el período señalado. Por último, tres meses después de la segunda sesión, los participantes expresaron nuevamente sus actitudes, intenciones y conducta.A partir de las actitudes expresadas hacia la dieta baja en grasas los participantes fueron divididos en dos grupos: aquellos con una actitud ambivalente y los que mostraban una actitud no ambivalente (es decir, aquellos que tenían actitudes tanto positivas como negativas sobre dicha dieta y aquellos que tenían sólo sentimientos positivos o sólo sentimientos negativos hacia ella). Los investigadores predijeron que las actitudes ambivalentes serían un predictor más débil de la conducta real (seguir o no la dieta) que las actitudes no ambivalentes y esto es precisamente lo que sucedió. En pocas palabras, los desconcertantes resultados reportados por LaPiere (1934) fueron sustituidos más tarde por una investigación más sofisticada. Bajo ciertas condiciones —por ejemplo, cuando no son ambivalentes— las actitudes de hecho predicen la conducta.Ahora revisaremos con más detalle cuáles son estas condiciones (es decir, otros factores que determinan la influencia de las actitudes sobre el comportamiento y en qué medida lo hacen). Pero el punto principal de nuestra expresión debe quedar claro: los psicólogos sociales han hecho un gran progreso en relación a la meta de comprender el vínculo entre actitudes y conducta; esto, a su vez, es uno de los temas centrales para comprender las actitudes y su rol en nuestras vidas. PSICOLOGÍA SOCIAL: TREINTA AÑOS DE PROGRESO (CONTINUACIÓN) es clara: la mayoría de la gente presente en tales reuniones serían fervientes oponentes de las medidas de discriminación positiva. El mismo principio sirve para muchas otras situaciones y esto apunta a un hecho importante: En general, tendemos a preferir situaciones que nos permiten expresar nuestras actitudes con nuestro comportamiento. En otras palabras, a menudo escogemos participar en situaciones en las cuales lo que decimos y lo que hacemos coincide (Snyder y Ickes, 1985). De hecho, dado que los sujetos tienden a escoger situaciones en las cuales ellos pueden involucrarse en conductas consistentes con sus actitudes, las actitudes en sí mismas pueden ser fortalecidas por su expresión explícita y así convertirse en mejores predictores de la conducta (DeBono y Snyder, 1995). En suma, la relación entre actitudes y situaciones puede ser una calle de dos sentidos. Las presiones situacionales moldean la medida en que las actitudes pueden ser expresadas en acciones explícitas, pero además las actitudes determinan si los individuos participan en diversas situaciones. Para comprender la relación entre actitudes y conducta debemos entonces considerar cuidadosamente ambos conjuntos de factores.

















Cuando fui profesor asistente por primera vez, al final de la década de los sesenta, la psicología social estaba experimentando una grave crisis. Por décadas, las actitudes habían sido uno de los conceptos centrales del campo y mucha de la investigación había sido realizada para estudiar cómo se formaban las actitudes y cómo podían ser cambiadas. En todo este trabajo estaba implícita la creencia de sentido común de que las actitudes constituyen un importante determinante de la conducta. No obstante, al final de la década de los sesenta, muchos estudios parecían apuntar a una conclusión muy diferente: el vínculo entre actitudes y conducta era en realidad muy débil. Por tanto, conocer la actitud de alguien no era de mucha utilidad para predecir su conducta explícita. Probablemente en muchas ocasiones habrás experimentado una diferencia entre tus propias actitudes y tu conducta. Por ejemplo, ¿qué dices cuando uno de tus amigos te muestra una nueva posesión de la cual está muy orgulloso (un coche nuevo, unos vaqueros u otra cosa) y te pide tu opinión? Imagina que piensas que es realmente feo, ¿dirías tu opinión? Quizás. Pero existen más probabilidades de que intentes evitar herir los sentimientos de tu amigo diciendo que sí te gusta. En tal caso —y en muchas otras situaciones— existe una gran brecha entre nuestras actitudes y nuestro comportamiento. Resulta igualmente claro, sin embargo, que nuestras actitudes a menudo ejercen importantes efectos sobre nuestra conducta; después de todo, piensa las muchas veces en que tus reacciones hacia la gente, las ideas o los temas moldean tus acciones referentes a estos aspectos del mundo social. Por ejemplo, si te gusta la pizza pepperoni pero no te gusta la de anchoas, ¿cuál pedirías? De manera similar, si tienes una postura política conservadora, probablemente des tu voto a los partidos de derechas u otros candidatos que compartan tu punto de vista, mientras que si tienes una postura progresista, probablemente des tu voto a los de izquierdas o a otros grupos políticos progresistas. Reconociendo este hecho, la investigación más reciente de los psicólogos sociales se ha centrado en la pregunta «¿Cuándo y cómo las actitudes influyen sobre el comportamiento?, más que intentar dar respuesta a la pregunta «¿ejercen las actitudes tales efectos?». Los resultados de estas investigaciones son muy reveladores y también esbozan una imagen mucho más alentadora relativa a la posibilidad de predecir la conducta de las personas a partir de sus actitudes. Antes de ir a los detalles de tales investigaciones, ilustraremos en una de nuestras secciones especiales
 PSICOLOGÍA SOCIAL: TREINTA AÑOS DE PROGRESO el importante progreso realizado por los psicólogos sociales en la comprensión del vínculo entre actitudes y conducta.
¿Cuándo las actitudes influyen sobre el comportamiento? Especificidad, fuerza, accesibilidad y otros factores Continuando con nuestro tema principal nos centraremos ahora en varios factores que determinan la medida en que las actitudes influyen sobre la conducta. Como pronto veremos, estos incluyen aspectos de las situaciones en las cuales las actitudes son expresadas y aspectos de las actitudes mismas. Después de considerar estos factores, examinaremos cómo las actitudes influyen sobre la conducta —los mecanismos subyacentes implicados en esta importante relación.

 ASPECTOS PROPIOS DE LAS ACTITUDES. Años atrás, fui testigo de una situación extraordinaria. Una gran compañía maderera había firmado un contrato con el gobierno que permitía a la compañía cortar los árboles de un parque nacional. Algunos de los árboles destinados a convertirse en cercas de jardines eran ancianos gigantes de cientos de metros de altura. Un grupo de conservacionistas objetaron fuertemente el talar estos árboles majestuosos y rápidamente se movilizaron para bloquear esta acción. Ellos se tomaron de las manos y formaron un anillo humano alrededor de cada uno de los grandes árboles impidiendo, por tanto, que los talaran (véase Figura 4.8). La táctica funcionó: se publicó tanto la noticia que el contrato fue revocado y los árboles fueron salvados —al menos temporalmente.
¿Por qué las personas tomaron esta acción tan drástica? La respuesta es clara: ellos estaban apasionadamente comprometidos con salvar los árboles. En otras palabras, tuvieron actitudes que fuertemente afectaron su conducta. Incidentes como este no son extraños. Por ejemplo, los residentes de mi barrio tuvieron una reunión hace dos años para impedir la construcción de una industria de locomotoras a menos de 2 km de nuestras casas; el estado de ánimo se caldeó y por mucho tiempo pensé que la gente a favor y en contra de la industria se iría de las manos. Incidentes como este llaman la atención al hecho de que la relación entre actitudes y conducta está fuertemente determinada (moderada) por varios aspectos propios de las actitudes. Consideremos varios de los más importantes. Orígenes de las Actitudes. Uno de tales factores tiene que ver con cómo las actitudes son formadas en el primer momento. Importantes evidencias indican que las actitudes formadas a través de la experiencia directa a menudo ejercen mayores efectos en la conducta que las formadas indirectamente. Aparentemente, las actitudes formadas a través de la experiencia directa son más fáciles de recordar y esto incrementa su impacto en la conducta. Fuerza de la Actitud. Otro factor —claramente uno de los más importantes— implica lo que se conoce como la fuerza de las actitudes. Cuanto más fuerte sean las actitudes, mayor será su impacto en la conducta (Petkova, Ajzen y Driver, 1995). Sin embargo, el término fuerza incluye varios factores: cuán extrema es una actitud o su intensidad (esto es cuán fuerte es la reacción emocional provocada por el objeto de la actitud); su importancia (la medida en que un individuo se preocupa a conciencia por la actitud y está personalmente implicado con ella); el conocimiento (cuánto sabe el individuo acerca del objeto de la actitud); y la accesibilidad (con qué facilidad se recuerda la actitud ante varias situaciones; Petty y Krosnick, 1995). La investigación indica que todos estos componentes juegan un rol en la fuerza de la actitud y que todos ellos se encuentran relacionados (Krosnick et al., 1993). Tan importante es la fuerza de la actitud en determinar la medida en que las actitudes están relacionadas con la conducta que es importante examinar con más detalle algunos de sus componentes (Kraus, 1995). Nos centraremos primero en la importancia de la actitud —la medida en que un individuo se preocupa por la actitud (Krosnick, 1988). Uno de los determinantes claves de dicha importancia es lo que los psicólogos sociales llaman interés concedido —la medida en que la actitud es personalmente relevante para el individuo que la posee, o la medida en la que el objeto o tema al cual se refiere tiene consecuencias importantes para esta persona—. Los resultados de muchos estudios indican que mientras mayor sea el interés concedido, mayor será el impacto de la actitud en la conducta (por ejemplo, Crano, 1995; Crano y Prislin, 1995). Por ejemplo, en un estudio muy conocido sobre este tema (Sivacek y Crano, 1982) se les preguntó por teléfono a los estudiantes de una universidad si participarían en una campaña en contra de incrementar la edad mínima legal para el consumo de alcohol, de dieciocho a veintiún años. Se pensó que los estudiantes que se verían afectados por esta nueva ley —aquellos de edades menores a los veintiuno— tendrían un mayor interés concedido a este tema que aquellos que no se vieran afectados por la ley (porque ya tenían veintiuno o los tendrían antes de que la ley tuviera efecto). Por tanto, se predijo que los del primero de los grupos estarían más de acuerdo en participar en un mitin que los del segundo grupo. Esto es lo que sucedió exactamente: más del 47 por ciento de los que habían concedido un alto interés al tema accedieron a tomar parte en la campaña, mientras que sólo lo hizo un 12 por ciento del grupo que había concedido un interés bajo. Una investigación más reciente realizada por Crano (1997) aporta evidencias a la conclusión de que el interés concedido de hecho condiciona fuertemente la relación entre actitudes y conducta ––que este vínculo es mucho mayor cuando el interés concedido es más alto que cuando es menor—. En esta investigación, Crano encontró que cuando la más gente esperaba ser afectada por la reserva de plazas para alcanzar el balance racial en las escuelas, más fuertemente sus actitudes hacia la reserva de plazas predecirían una importante forma de conducta: a qué candidato darían su voto para una elección presidencial (un candidato favorecería la reserva de plazas y el otro estaba en contra).

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